viernes, 29 de octubre de 2010

El impresentable (por Juan Sasturain)

Siguen los chorros de tinta que no se agotan; los rollos y pilas de papel se imprimen para hablar de NK; siguen las radios reiterando la misma información con igual frecuencia; siguen ya mareados los cronistas de televisión, apostados desde hace tres días en el mismo sitio, trillando una y otra vez la frase que han acabado de decir hace inmediatamente unos segundos atrás...
Al menos, aquí, intentamos rescatar algo de lo bien que se escribe y lo interesante que se dice.
Le toca a Sasturain.
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Hablo/escribo con la impunidad que da la noche demorada del día del censo y el silencio masticado de muchas horas sin querer hablar en caliente de lo que (nos) pasó ayer. No conocí a Kirchner: lo voté y lo iba a volver a votar si se presentaba el año que viene. Me parece que era –con todas las diferencias e incomodidades que uno, que no está en la política, tiene– lo mejor para el país real, el país de las opciones concretas. Así que, con permiso y todo el dolorido respeto, voy a ser incorrecto. Sincero, quiero decir.


Me acuerdo del primer chiste malévolo que escuché sobre Kirchner, cuando crecía, antes de ser presidente y ya se asomaba Cristina a su lado: “¿Sabés cómo le dicen a Kirchner? Ciervo embalsamado. Porque es cornudo y con un ojo de vidrio”. No sé si este chiste basura es conocido, si circuló. Supongo que sí. Resulta ejemplar para recortar ideología y estatura moral de quienes lo pergeñaron. Imperfecta, como todas las falsas atribuciones de apodo sustentadas en comparaciones de ese tipo, la referencia tenía la perversa eficacia de trabajar sobre el sentido común machista de la mina vistosa e inteligente al lado de un flaco feo –virola, para colmo– y con una pinta de loser que mataba. Un sujeto que era –marketineramente, digamos, perdonando la palabra– absolutamente impresentable. Y lo notable, ejemplar, festejable hasta hoy incluso, con la lástima y el dolor al día, es que ese supuesto impresentable y la mina que lo acompañaba los abrocharon. Largamente. Y cómo.


Me acuerdo cuando los radicales le arreglaron hace (¿veinte?) años los dientes al pobre Casella para una elección que perdió; me acuerdo –en los noventa– de los afeites, el gato ineficaz y la avispa del Turco perverso. La moraleja es tan obvia que da hasta pudor explicitarla: saludablemente, acá todavía no siempre gana el marketing. Ni los medios. Me acuerdo, hace unas semanas nomás, de Kirchner metido en la pilcha de El Eternauta en los afiches callejeros después de zafar de una anterior a ésta en que no zafó. Qué bárbaro... Narigón irremediable como el mismísimo Oesterheld, que también ha sido enfundado en su momento por Solano en el traje de Juan Salvo, el Néstor (o lo que generaba en la gente joven su liderazgo) primereaba una vez más a la lentejísima oposición y se apropiaba con toda justicia de un ícono ejemplar del siglo.


Vuelvo ahora a lo que fue la previa a las elecciones de 2003, con el padrino Duhalde buscando quien agarrara la candidatura, con Lole & Co. (una vez más) sacándoles el cuerpo a las responsabilidades, con un país en la lona y sin futuro, una papa caliente sin nada que ordeñar... El impresentable debe haber sido el tercero en la lista de los posibles contrincantes del Turco con la misma devaluada camiseta. Y allá fue. A propósito: ¿Alguien se acuerda de que Menem ganó, fue primera minoría con casi un cuarto de los votos en esa elección a la que renunció a la hora del ballottage? Memoria, plis: este flaco muerto todavía tibio arrimó apenas algo más del veinte por ciento de los votos –segundo, cómodo–, con el nefasto abanico de López Murphy, Rodríguez Saá y Carrió detrás, todos parejitos. Con ese capital electoral miserable –el ilegítimo Illia, cuarenta años antes, juntó lo mismo que el Turco, pero no había segunda vuelta entonces–, con ese misérrimo porcentaje, digo, que además “era-de-Duhalde”, construyó a contrapelo de expectativas y pronósticos agoreros de ser un dócil Chirolita, su propio proyecto político, que es lo más parecido a lo que veníamos esperando desde el regreso a la democracia. Y lo hizo desde la carencia, pero con una vocación de poder y capacidad de construir que hoy, los alcahuetes y/o los cínicos enemigos del proyecto que encarnó y encarna, atribuyen (ecuánimemente) a sus respetables cualidades de “animal político”.


Y es cierto. Pero Kirchner no sólo ha sabido hacer política mejor que los otros en esos términos pragmáticos (acumular fuerzas, aislar al adversario, pegar primero, tomar siempre la iniciativa), sino que la ha hecho con una dirección y un sentido genuinos, porque siempre sentimos, incluso cuando no lo acompañamos, que creía en la política –no como los economistas tecnócratas del liberalismo o los empresarios colados, que sólo creen en la lógica de la empresa o los números de los balances–, que creía en y hacía política como instrumento de cambio, como medio de acceder al gobierno para poder modificar las relaciones con el poder fáctico, y no para servirlo.


Pero yo no quería hablar de eso. Quería hablar de su magnífica condición impresentable. Y terminar con tres rasgos que cualquier imbécil asesor de imagen o de verso equivalente despreciaría: las biromes berretas con que firmaba decretos y rubricaba acuerdos; el traje cruzado fuera de moda y oportunidad, siempre; la tendencia –memorable, desde el primer día, a la salida del Congreso– a zambullirse entre la gente, sacado, regalado.


La verdad, digan lo que digan, Kirchner ha sido un regalo. Generoso, cursi, incómodo, como un velero hecho de caracoles de mar puesto sobre la repisa de la patria. Uno piensa que es para tirar y resulta imprescindible, verdadero, necesario.


Lo vamos a extrañar.

Fuente: Página /12

jueves, 28 de octubre de 2010

El absurdo previsible de la muerte (por Jorge Cayetano Zaín Asís)

FINAL DE NÉSTOR KIRCHNER

escribe Jorge Cayetano Zaín Asís
especial para JorgeAsísDigital

Confesión de opositor franco.
Desde hace siete años, vivo de Kirchner. Encaro el desafío de explicarlo. Para combatirlo mejor. Con suerte bastante relativa.

45 días atrás, en “Los Arcos” (cliquear), aquí se comparó el drama nacional -representado por la salud de Kirchner- con Valderrama, la zamba de Salta.
“Adónde iremos a parar / si se apaga Valderrama”.

El Furia estaba internado. Malos presagios.
Si Kirchner se “apagaba”, la Argentina -Kirchner-dependiente- penetraba en la zona riesgosa de la incertidumbre.

Se dijo también aquí que “estar contra Kirchner”, era infinitamente más conveniente que “estar sin Kirchner”.
Porque Kirchner nos proporcionaba, al menos, la oportunidad de la pasión.
La iniciativa, como el poder y el ejercicio de la política, exclusivamente le pertenecían.
Sin Kirchner nos amenazaba, entonces, el vacío.

“Entre la Nada y la Pena me quedó con la Pena”.
Lo escribió William Faulkner, en El Sonido y la Furia (pero el hallazgo es de Luis Gregorich).
En un sentido faulkneriano, en la Argentina contemporánea, entre la Nada, Kirchner era la Pena.
Es precisamente el sentimiento -la pena- que me induce a componer el precipitado artículo. Aunque contenga la tonalidad del obituario.

Sacrificio épico

Kirchner se deslizó a través de “la irresponsabilidad imperdonablemente sanitaria” de no cuidarse como correspondía.
“La muerte era un absurdo previsible”, escribió Mario Benedetti.

“Estoy perfecto”, mintió El Furia, al salir de la Clínica Los Arcos. Antes de lo que debía. Con cierta admirable “tendencia hacia el sacrificio épico”. Ver “La silla de Salazar” (cliquear).
“Está más fuerte que nunca”, declaró también algún ministro. Como si el estrago físico pudiera atemperarse con la virulencia de la voluntad.
Tampoco corresponde, a esta altura, reprochar cierta negligencia a quienes lo rodearon. Los colaboracionistas de la irresponsabilidad. Es utópico contener al que es -aceptémoslo- frontalmente incontenible.
A los dos días de la ceremonia del “stent”, El Furia ya estaba en otra ceremonia multitudinaria. En el Luna Park.
Fueron 45 días de convalecencia que nunca podrán analizarse desde el punto de vista orgánicamente físico. Porque su dilema, en definitiva, como su móvil, fue siempre político.
El lapso coincidió con desplazamientos vertiginosos. Y con una sucesión de colapsos.
La calificación de “turritos” a los miembros de la Corte. El corolario del acto equivocado en el Boxing de Río Gallegos. Los mensajes desorientadores.
Las coincidencias temáticamente inquietantes. La colectiva demonización de Moyano, al que acompañó en el acto de River. Y la transformación del segmento del poder. El segmento que había instalado, con sólo dos puntas. En un triángulo.
De encontrarse arbitrariamente sólo, en el reparto con Cristina, de pronto Kirchner percibió que se debía distribuir, en adelante, por tres. Se le incorporaba Scioli. Por los efectos de su grandísima culpa.
El encadenamiento de colapsos culminó con la muerte de Mariano Ferreira. La última semana se le encadenaron los disgustos sucesivos.
En nuestra penúltima entrega, de Serenella Cottani aludía al planificado regreso a Santa Cruz. “De donde nunca debió haber salido”.
A la nostalgia del café en el Hotel Patagónico. Al intento de recuperar el prestigio en aquel sitio originario.
Pero la distancia no ayudaba, según nuestras fuentes, a atenuar la amargura.
La falta de resolución del crimen de Ferreira, al Furia, lo enfurecía hasta la más cruda inconveniencia.
Ese crimen portaba el augurio más funesto. Si para el imaginario colectivo, los cadáveres de Kosteki y Santillán signaron el final de un ciclo, la muerte de Ferreira, con el agravante de las fotografías grotescas, emergía como un exceso para las deterioradas reservas físicas.
Néstor Kirchner ya no volvería -vivo- a Buenos Aires. Encaró desde Gallegos un trayecto más corto pero final. Hacia El Calafate. “El lugar en el mundo”. Donde confluían las anginas presidenciales de La Elegida, con las vísperas del censo. Circunstancias que legitimaban, en el fondo, la toma de distancias. Del escenario central donde se reproducían las imágenes que inducían a la oscuridad. Al ridículo.
Nuestras fuentes indican que Kirchner, entre el lunes y el martes, en su residencia paradisíaca de El Calafate, se sintió mal. Correspondía preferiblemente hospitalizarlo. Trasladarlo, otra vez, hacia Los Arcos. Pero se impuso, según la fuente, una notable reacción. Para figurar en la posteridad.
El censo no podía sorprenderlo, al profesional de la política, en una cama de sanatorio. Era indigno para un estadista de su magnitud. El censo debía sorprenderlo entre los “plenos poderes” de su “residencia en la tierra”, diría Neruda. Junto a su esposa, la Presidente. Pero las fragilidades del cuerpo estragado pudieron más que el comprensible culto a la estrategia. Asomaba la banalidad invasora de la muerte. Venía, esta vez, la absurda, por la previsibilidad del final.

Néstor y lo que se viene (por Mempo Giardinelli)

Escribo esto en caliente, en la misma mañana de la muerte anunciada de Néstor Kirchner, y ojalá me equivoque. Pero siento dolor y miedo, y necesito expresarlo.

Pienso que estos días van a ser feísimos, con un carnaval de hipocresía en el Congreso, ya van a ver. Los muertos políticos van a estar ahí con sus jetas impertérritas. Los resucitados de gobiernos anteriores. Los lameculos profesionales que ahora se dicen "disidentes". Los frívolos y los garcas que a diario dibujan Rudi y Dany. Todos ellos y ellas. Caras de plástico, de hierro fundido, de caca endurecida. Aplaudidos secretamente por los que ya están emitiendo mailes de alegría feroz.

Los veremos en la tele, los veo ya en este mediodía soleado que aquí en el Chaco, al menos, resplandece como para una mejor causa.

Nunca fui kirchnerista. Nunca vi a Néstor en persona, jamás estuve en un mismo lugar con él. Ni siquiera lo voté en 2003. Y se lo dije la única vez que me llamó por teléfono para pedirme que aceptara ser embajador argentino en Cuba.

Siempre dije y escribí que no me gustaba su estilo medio cachafaz, esa informalidad provocadora que lo caracterizaba. Su manera tan peronista de hacer política juntando agua clara y aceite usado y viscoso.

Pero lo fui respetando a medida que, con un poder que no tenía, tomaba velozmente medidas que la Argentina necesitaba y casi todos veníamos pidiendo a gritos. Y que enumero ahora, porque en el futuro inmediato me parece que tendremos que subrayar estos recuentos para marcar diferencias.

Fue él, o su gobierno, y ahora el de Cristina:

—El que cambió la política pública de Derechos Humanos en la Argentina. Nada menos. Ahora algunos dicen que estar "hartos" del asunto, como otros criticaron siempre que era una política más declarativa que otra cosa. Pero Néstor lo hizo: lo empezó y fue consecuente. Y así se ganó el respeto de millones.

—El que cambió la Corte Suprema de Justicia, y no importa si después la Corte no ha sabido cambiar a la justicia argentina.

—El que abrió los archivos de los servicios secretos y con ello reorientó el juicio por los atentados sufridos por la comunidad judía en los '90.

—El que recuperó el control público del Correo, de Aguas, de Aerolíneas.

—El que impulsó y logró la nulidad de las leyes que impedían conocer la verdad y castigar a los culpables del genocidio.

—El que cambió nuestra política exterior terminando con las claudicantes relaciones carnales y otras payasadas.

—El que dispuso una consecuente y progresista política educativa como no tuvimos por décadas, y el que cambió la infame Ley Federal de Educación menemista por la actual, que es democrática e inclusiva.

—El que empezó a cambiar la política hacia los maestros y los jubilados, que por muchos años fueron los dos sectores salarialmente más atrasados del país.

—El que cambió radicalmente la política de Defensa, de manera que ahora este país empieza a tener unas Fuerzas Armadas diferentes, democráticas y sometidas al poder político por primera vez en su historia.

—El que inició una gestión plural en la Cultura, que ahora abarca todo el país y no sólo la Ciudad de Buenos Aires.

—El que comenzó la primera reforma fiscal en décadas, a la que todavía le falta mucho pero hoy permite recaudaciones récord.

—El que renegoció la deuda externa y terminó con la estúpida dictadura del FMI. Y por primera vez maneja el Banco Central con una política nacional y con record de divisas.

—El que liquidó el infame negocio de las AFJP y recuperó para el Estado la previsión social.

—El que con la nueva Ley de Medios empezó a limitar el poder absoluto de la dictadura periodística privada que todavía distorsiona la cabeza de millones de compatriotas.

—El que impulsó la Ley de matrimonio igualitario y mantiene una política antidiscriminatoria como jamás tuvimos.

—El que viene gestionando un crecimiento económico de los más altos del mundo, con recuperación industrial evidente, estabilidad de casi una década y disminución del desempleo. Y va por más, porque se acerca la nueva legislación de entidades bancarias, que terminará un día de estos con las herencias de Martínez de Hoz y de Cavallo.

Néstor lo hizo. Junto a Cristina, que lo sigue haciendo. Con innumerables errores, desde ya. Con metidas de pata, corruptelas y turbiedades varias y algunas muy irritantes, funcionarios impresentables, cierta belicosidad inútil y lo que se quiera reprocharles, todo eso que a muchos como yo nos dificulta declararnos kirchneristas, o nos lo impide.

Pero sólo los miserables olvidan que la corrupción en la Argentina es connatural desde que la reinventaron los mil veces malditos dictadores y el riojano ídem.

De manera que sin justificarle ni un centavo mal habido a nadie, en esta hora hay que recordarle a la nación toda que nadie, pero nadie, y ningún presidente desde por lo menos Juan Perón entre el 46 y el 55, produjo tantos y tan profundos cambios positivos en y para la vida nacional.

A ver si alguien puede decir lo contrario.

De manera que menudos méritos los de este flaco bizco, desfachatado, contradictorio y de caminar ladeado, como el de los pingüinos.

Sí, escribo esto adolorido y con miedo, en esta jodida mañana de sol, y desolado también, como millones de argentinos, un poco por este hombre que Estela de Carlotto acaba de definir como "indispensable" y otro poco por nosotros, por nuestro amado y pobrecito país.

Y redoblo mi ruego de que Cristina se cuide, y la cuidemos. Se nos viene encima un año tremendo, con las jaurías sedientas y capaces de cualquier cosa por recuperar el miserable poder que tuvieron y perdieron gracias a quienes ellos llamaron despreciativamente "Los K" y nosotros, los argentinos de a pie, los ciudadanos y ciudadanas que no comemos masitas envenenadas por la prensa y la tele del sistema mediático privado, probablemente y en adelante los recordaremos como "Néstor y Cristina, los que cambiaron la Argentina".

Descanse en paz, Néstor Kirchner, con todos sus errores, defectos y miserias si las tuvo, pero sobre todo con sus enormes aciertos. Y aguante Cristina. Que no está sola.

Y los demás, nosotros, a apechugar. ¿O acaso hemos hecho otra cosa en nuestras vidas y en este país?


Fuente: Página/12

La vida a cara o ceca (por Beatriz Sarlo)

A las diez de la mañana, la ciudad estaba desierta por el censo. En ese vacío cayó la noticia. Cuatro personas, en un vagón de subterráneo escuchamos que alguien dijo: "Murió Kirchner". A partir de ese instante, la ciudad en silencio se convirtió, retrospectivamente, en un ominoso paisaje de vaticinio. Cuando bajé saludé a quienes habían escuchado conmigo la noticia, quise preguntarles sus nombres porque, como fuera, había vivido con ellos un momento de los que no se olvidan nunca más. En el quiosco de San José y Rivadavia pregunté si era cierto, con la esperanza alocada de que me dijeran que alguien acababa de inventarlo. Fue poderoso, ahora estaba muerto.


Pensé en quienes lo amaban. Su familia, por supuesto, pero ese círculo privado es, como toda familia, inaccesible y sólo se mide con las propias experiencias de dolor, que habilitan una solidaridad sin condiciones. Puedo imaginar, en cambio, la muerte del compañero de toda una vida, que la política marcó con una intensidad sin pausa: la Presidenta conoce hoy la fractura más temida.


Con la intensidad de la evocación marcada por una proximidad que comprendo más, pensé en quienes lo admiraron y creyeron que fue el presidente que llegó para darle a la política su sentido. Recordé a Kirchner en el Chaco, en marzo de este año, y un día después en el acto de Ferro, con la cancha repleta, donde se mezclaban los contingentes de los barrios bonaerenses, las familias completas, las barritas con los bombos, los viejos y los niños, con las clases medias que llegaban sueltas o débilmente organizadas. Lo recordé abrazándose a los chicos de un barrio pobre del Gran Buenos Aires, donde aterrizó su helicóptero, bajó corriendo y empezó a caminar como si llegara tarde a una cita. Se movía por las calles de tierra y cascotes como quien siente que la vida verdadera está en esos contactos físicos, abrazos rápidos pero vigorosos, tironeos, gritos; los chicos lo seguían como una nube, jugando; era fácil tocarlo, como si no existiera una custodia que, sin embargo, trataba de rodearlo mientras todo el mundo se sacaba fotos.


A fines del siglo XX nada anunciaba que la disputa por ocupar el lugar del progresismo iba a interesar nuevamente salvo a los intelectuales o a los pequeños partidos de izquierda. Kirchner introdujo una novedad que le daba también su nuevo rostro: se proclamó heredero de los ideales de los años setenta (al principio agregó "no de sus errores"). En 2003, llegó al gobierno marcado por una debilidad electoral que Menem, dañino y enconado, acentuó al retirarse del ballottage y no permitirle una victoria con mayoría en segunda vuelta. La crisis de 2001, pese al intervalo reparador de Duhalde, no estaba tan lejos en la memoria, mucho menos de la de Kirchner, que encaraba su gobierno con poco más que el veinte por ciento de los votos. Su gesto inaugural, el mismo día de la asunción, fue hundirse en la masa que lo recibía, como si ese contacto físico provocara una transferencia. Kirchner ocupaba por primera vez un lugar en la Plaza de Mayo y terminaba, junto a su familia, mirándola desde el balcón histórico; en la frente, una pequeña herida, producida en la marea de fotógrafos.


La escena es un bautismo. Kirchner comenzó su presidencia con un golpe en la frente porque se lanzó a la multitud que estaba en las calles, entre el Congreso y la Plaza de Mayo; se lanzó como quien corre hacia el mar el primer día del verano, con impaciencia y sensualidad, gozando ese cuerpo a cuerpo que es el momento amoroso de la política.

Pensé entonces en las escenas que, pese a ser una opositora, me había tocado vivir. En las escenas de masas, donde no hay sólo acciones que se aprueban o se critican, se percibe un más allá de la política que la convierte en experiencia y en alimento sensible. Kirchner, un duro, gozaba con esa afectividad intensa que a sus ojos seguramente refrendaba el pacto peronista con el pueblo. Pero no pensé sólo en esos cientos de jornadas en que Kirchner había pisado la tierra o los lodazales de los barrios marginados, donde era recibido con una alegría que superaba la gestión de los caudillos locales, porque alguien, un presidente, llegaba a ese confín donde vivían ellos, unos miserables.


Pensé también en los que formaron el lado intelectual del conglomerado que armó Kirchner. Con ellos he discutido mucho en estos años. Sin embargo, me resulta sencillo ponerme en su lugar. Muchos vienen de una larga militancia en el peronismo de izquierda; vivieron la humillación del menemismo, que fue para ellos una derrota y una gigantesca anomalía, una enfermedad del movimiento popular. Cuando los mayores de este contingente representativo ya pensaban que en sus vidas no habría un renacimiento de la política, Kirchner les abrió el escenario donde creyeron encontrar, nuevamente, los viejos ideales. Pensé que se engañaban, pero eso no borronea la imaginación de su dolor.


El furor de Kirchner en el ejercicio del gobierno transmitía la eléctrica tensión de la militancia setentista; para muchos, era posible volver a creer en grandes transformaciones, que no se enredaran en el trámite irritante y lento del paso a paso institucional. Y creyeron. Entiendo perfectamente esas esperanzas, aunque no haya coincidido con ellas. Conozco a esa gente, que se identifica en Carta Abierta, pero la desborda. Pensé en ellos porque cuando un líder político ha triunfado con el estilo de la victoria kirchnerista, su muerte abre un capítulo donde los más mezquinos y arrogantes saldrán a cobrar deudas de las que no son titulares, pero otros padecen el dolor de una ausencia que comienza hoy y no se sabe cuándo va a aflojar sus efectos. La muerte no consagra a nadie ni lo mejora, pero permite ver a quién le resulta más dura. Los que soportamos muchas muertes políticas sabemos que sus consecuencias pueden ser de larga duración.


Imposible pasar por alto la desazón de quienes se entusiasmaron con Kirchner. Sería no comprender la naturaleza del vínculo político. En las manifestaciones de 1973 marchaban viejitos con fotos de Eva que, amarillas y cuarteadas, probaban su origen de casas populares construidas en 1950. No sabemos si habrá fotos así de Kirchner en movilizaciones futuras. Pero su impacto en la sensibilidad política quizá se prolongue. Esto no excluye los balances de su gobierno sino que, precisamente, los volverá indispensables. Kirchner será un capítulo del debate ideológico e histórico. Una forma de la posteridad, tan duradera como la dimensión afectiva de esa gente de los barrios más pobres y de quienes lo apoyaron con su actividad intelectual. Maestra implacable, la muerte nos hará trabajar durante años.


La muerte de Kirchner fue súbita y filosa. Hay una frase popular: murió con los zapatos puestos, no había nacido para viejo. Hay otra, pronunciada en un pasado lejano donde todavía se decían frases sublimes: "¡Qué bella muerte!". Bella, aunque injusta y trágica, es la muerte de un hombre que cae en la plenitud de la forma, un hombre a quien no maceró la vejez ni tuvo tiempo de convertirse en patriarca porque murió como guerrero. Sin haberlo conocido, me atrevo a pensar que Kirchner se identificó siempre con el guerrero y nunca con el patriarca.


La medicina explica con todas sus sabias precisiones que Kirchner debió "cuidarse", que su cuerpo ya no podía soportar los esfuerzos de una batalla concentrada y múltiple. Pero una decisión, que no llamaría sólo psicológica sino también un ejercicio de la libertad, fue que Kirchner eligió no administrarse ni tratar su cuerpo como si fuera un capital cuya renta había que invertir con cuidado. Gastaba. Vivió como un iracundo. Ese era justamente el estilo que se le ha criticado. Tenía un temperamento, y los temperamentos no cambian.


Concebía la política como concentración potencialmente ilimitada de poder y de recursos y no estuvo dispuesto a modificar las prácticas que lo constituían como dirigente. Kirchner no podía ser cuidadoso en ningún aspecto. No se aplacaba. Gobernó sin contemplaciones para los que consideró sus opositores, sus enemigos, sus contradictores. Tampoco se ocupó de contemplar su debilidad física cuando se lo advirtieron. Como político no conoció el intervalo de la tregua; sin tregua manejó el conflicto con el campo y con los medios; la tregua es el momento en que se negocia y Kirchner no negociaba, no administraba sus objetivos, los imponía o era derrotado. No delegaba funciones. Fue, paradójicamente, un calculador que confiaba en sus impulsos, un vitalista y un voluntarista que se pasaba horas haciendo cuentas.


En su primer discurso, cuando juró frente al Congreso, dijo: "Atrás quedó el tiempo de los líderes predestinados, los fundamentalistas, los mesiánicos. La Argentina contemporánea se deberá reconocer y refundar en la integración de equipos y grupos orgánicos, con capacidad para la convocatoria transversal, el respeto por la diversidad y el cumplimiento de objetivos comunes". Sin embargo, esas palabras, que no hay elementos para juzgar insinceras en ese entonces, no le dieron forma a su gobierno.


Kirchner definió un estilo que, como sucede con el liderazgo carismático, es muy difícil de transmitir a otros. El líder piensa que es él el único que puede bancar los actos necesarios: él garantiza el reparto de los bienes sociales, él garantiza la asistencia a los sumergidos, él sostiene el mercado de trabajo y forcejea con los precios, él enfrenta a las corporaciones, él evita, en solitario, las conspiraciones y los torbellinos. El liderazgo es personalista.

La Argentina tiene, como tuvo Kirchner, una oscilación clásica entre la reivindicación del pluralismo y la concentración del poder. Como presidente, Kirchner eligió no simplemente el liderazgo fuerte (quizás indispensable en 2003) sino la concentración de las decisiones, de las grandes líneas y los más pequeños detalles: tener el gobierno en un puño. Consideró el poder como sustancia indivisible. Con una excepción que marca con honor el comienzo de su gobierno: la renovación de la Corte Suprema, un acto de gran alcance cuyas consecuencias van más allá de la muerte de quien tuvo el valor de decidirlo.


El poder indivisible es fuerte y débil: su fortaleza está en el presente, mientras se lo ejercite; su debilidad está en el futuro, cuando las circunstancias cambian. Así como Kirchner no administraba con cautela su resistencia física, tampoco fue cauteloso en el ejercicio de su poder. Frente a la desaparición de quien concebía el poder como indivisible, se aprestan las fuerzas y los individuos que quieren creer que ese poder pasa intacto a otra parte, lo cual sería una equivocación, o los que creen que se acerca un nuevo reparto.


Kirchner murió cuando en el horizonte cercano se insinuaba la posibilidad de un reparto de ese poder indivisible. Las elecciones de 2009 cambiaron las representaciones partidarias en el Congreso. Esa fue una experiencia nueva dentro de los años kirchneristas. Entre la negociación y el veto, entre retirar un proyecto propio y adoptar el de un aliado, se había empezado a recorrer un camino que mostraba cierto cambio de paisaje, obligado por la relación de fuerzas. El poder del Ejecutivo tenía una contraparte que no había pesado hasta 2009 y, en 2010, vendrán las elecciones nacionales. El poder indivisible necesitaba victorias, primero dentro del propio movimiento justicialista, batalla que Kirchner ya estaba calibrando.


Kirchner no era sólo un voluntarista sino también un inspirado. Salvo un apresurado que supiera poco, nadie en esa próxima competencia podía estar seguro de que podía desplazarlo. Su inteligencia y su iniciativa causaron siempre la admiración de sus amigos y la expectativa de sus opositores. Estas últimas semanas de su vida estuvieron bajo el signo de las exploraciones, las encuestas y los pálpitos electorales. Como cualquier político que había tocado el éxito y la popularidad en muchos momentos, Kirchner no quería alejarse de la cabina de mando. Creía que él era la única garantía, incluso la única garantía de su propio futuro. Surgido del peronismo, Kirchner no se sentía seguro con las declaraciones de lealtad y desconfiaba de las disidencias que, a sus ojos, encubren traiciones.


Todos, amigos y enemigos, estaban seguros de que algo debía suceder en los próximos tiempos. Sucedió esta muerte que, como toda muerte inesperada y temprana, cortó el curso de las cosas, pero un destino propicio hizo que Kirchner muriera sin conocer una derrota decisiva. Kirchner, muchos lo aseguraban, vivía en el límite de las apuestas a cara y ceca, perder todo estuvo siempre inscripto dentro de las posibilidades. Fue un político de alto riesgo, no un jefe cuya cualidad principal fuera la prudencia. Fue también un político afortunado. Y murió antes de que su imprudencia venciera a la fortuna.


Junto con la renovación de la Corte Suprema hay otro acto de reparación histórica que nadie podrá negarle: después de la derogación de las leyes de impunidad, Kirchner apoyó con su peso personal e institucional la apertura de los juicios a los terroristas de Estado. Hizo su escudo protector con los organismos de derechos humanos hasta convertirlos en articulaciones simbólicas y reales de su gobierno. Como sucedió siempre con Kirchner, el apoyo a que las causas obtuvieran sentencia se entreveró con la política que inscribió a las Madres y Abuelas en la trinchera cotidiana. Kirchner, hasta hoy, ofrece esos balances complicados. Igual que su afirmación latinoamericanista: reivindicó la idea de una nación independiente y soberana, pero dirigió o permitió peleas tan declarativas como inútiles; como secretario de la Unasur, tomó una responsabilidad que cumplió contra muchas predicciones.


Fin de un acto que lleva su marca. Fue la obsesión amada o temida, desconfiada o combatida de muchos. Pocos políticos tienen la fortuna de marcar la historia de este modo. En la turbulencia que produce la muerte, antes de la claridad que llega con el duelo, no es posible saber si el kirchnerismo será un capítulo cerrado. La muerte convoca a los herederos, los legítimos y los que piensan que, en realidad, no son herederos sino titulares de un poder perdido o entregado de mala gana. También falta definir del todo cuál es la herencia y si es posible que pase a otras manos. La memoria de Kirchner puede convertirse en política o en historia. Lo segundo ya lo tiene asegurado con justicia.


Fuente: La Nación

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