Chamullo
“Quisquilloso”, me dijo. Pero no entendí muy bien qué quiso decir con eso. También, me dijo porqué yo le decía todas esas cosas. “Cosas”, dijo. Porqué yo le tenía que decir todas “esas cosas”, justo, a ella. Que si yo era “loquito o qué”. Que si no me fijaba si alguien nos podía estar viendo. Que tenía que tener más cuidado. Que cómo me le iba a acercar de esa manera, sin conocernos. Delante de todos.
Aunque, luego dijo que “todo está bien”. Que estaba todo bien, pero que “no así”. ¿Así cómo?, le dije. Que así yo parecía un “d-e-s-e-s-p-e-r-a-d-i-t-o”, susurró. Que no quedaba nada bien para un pibe de mi edad. Y encima, dijo que se podía imaginar cuánto me costaba a mí. “Costaba”, dijo pero me callé. Sí, dijo “costaba”, y que me comprendía. Y dijo que estaba acostumbrada. ¿A qué?, pensaba yo. Le dije que acostumbrarse es feo porque así abandonamos toda posibilidad de sorpresa. Dijo que me tranquilizara. Que la dejara hablar a ella. Que yo no era el primero que la venía a chamullar así. Que había habido muchos otros, antes. Pero que ahora ya no se lo esperaba. Porque hacía tiempo que estaba en pareja estable. “Es-ta-ble”, pausó esa palabra. ¿Y qué importa?, me decía yo. Y que ella compartía una relación afectiva muy buena. Que estaba muy contenta y segura de lo que quería para su vida.
Igual, después me preguntó de dónde sacaba yo todas “esas palabras” que siempre le decía al pasar. Que si yo estaba “loco o deliraba”, preguntó. Le respondí que ninguna de las dos opciones “me cos-ta-ba demasiado”. Otra vez, le repetí -ahora haciendomé el Tom Waits y cerca de su oído: que no me “cos-ta-ba”, ni un poquito. Y reí. Ella también río. Ahí nomás, me solté y empecé meta trabajar con “las palabras”.
Volvió a mostrar una sonrisa y entonces me relajé. Dejé salir por mi boca lo primero que me venía a la mente. Alguna vez, había pensado que un momento así sería lo más parecido a cuando un boxeador –que hasta allí ha cumplido con una pelea prolija, un buen trabajo de piernas y de agotamiento del rival- debe comenzar a lanzar los golpes justos y dejar madurar el knock-out. Pero ella no era un rival que derrotar. Ella era bastante más bonita que el éxito en una pelea de boxeo. Era la corona mundial y una noche de festejos y excesos bien merecidos. Y tampoco.
Me parecía que habíamos hablado por horas, que yo le había contado mi vida y ella la suya. Pero, apenas habrán sido quince minutos, un rato nada más. Si todavía, puedo recordar cada una de las canciones que sonaban en ese momento en el bar. Una de Sabina, otra de Floyd…
Ella estuvo simpatiquísima. Muy atenta a todo lo que yo le decía. A “mis palabras”. Cada tanto sonreía y en sus mejillas se marcaban dos pocitos diminutos. Luego, ella empezó a burlarse de mi timidez. Me dijo que era “una cáscara”. Y que le había gustado hablar conmigo. Haber podido conversar de “esa manera” y “tan interesante”. Que se alegraba de haberme conocido. Pero que ahora se tenía que ir. Porque su amiga, que esperaba en la mesa, ya le hacía caras. Y no podía hacerle eso. Que capaz nos volvíamos a ver. Y antes de irse, me dijo: “Chau, quisquilloso”. Yo pensé otra cosa.
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