viernes, 4 de septiembre de 2009

Él, el globo y el hombre

Era domingo. Salí a caminar con la intención de encontrar por fin esa ciudad que tantas líneas le dedicó Roberto Arlt en sus Aguafuertes. Esa ciudad que él denominó como una de las más resplandecientes de toda América. “El paraíso de los vagos”, como osó mencionarla con su perspicaz pluma.
Aún no lograba comprender cómo La Plata se evaporaba tanto un domingo. Dolía en los huesos al ver las anchas veredas vacías. Dolía como la muerte próxima, como la soledad de los abandonados.
Del sabor incomprensible de la vida pública al jardín de la fiaca. Ya ningún mozo era amable como los martes o los miércoles a media tarde. Ni un comerciante quedaba distrayéndose con sus propios carteles. Era la muerte hecha estructura. Era la quietud inmóvil y la fuerza asustada por el silencio.
En fin. Salí a caminar para descubrir que, nuevamente, no iba a encontrar nada.
Calles deslucidas. Inquietas de que pasen las horas para sentirse agobiadas por el peso del zapato. Cada seis cuadras –ni una más ni una menos- una plaza. En cada plaza el agonizante resplandor de existencia hecha madres e hijas y nietos y padres. Sólo eso. Y yo, salí a caminar.
A lo lejos, más allá de mis ojos un alma flotando, saltando y haciéndose ver. Estiré mis manos hacia la frente, como barquero avistando tierra, para poder ver más lejos. Apreté fuerte los ojos para intentar reconocer. Allá, como a cinco cuadras, venía saltando la vida.
En el desierto un oasis. Y yo apuraba el paso para encontrármela cara a cara con el elíxir de los dioses. La improvisación de mis pies en el apuro, hizo que una y otra vez descubriera que La Plata era la ciudad de las baldosas flojas –sin importar qué día fuera-.
Los saltos de la vida eran cada vez más altos. Más profundos. Y su caída, a cada paso, más suave. Junto a ella un disfraz. Una persona que – a mi entender- buscaba lo mismo que yo. Una respuesta a un domingo más. Pero con la suerte de llevar con él, la mina más linda del baile.
A dos cuadras lo vi con perfección: No era la vida. Sólo era un globo y un hombre. Gris como uno más, pero no. Porque había encontrado la felicidad en un bollo de goma inflada.
El hombre vestía trapos como cualquiera pero no le importaba. Como así tampoco la quietud de la más triste de las ciudades. No se quejaba y no lucía como yo, como cualquiera.
El venía solo y con su globo. Amarillo él –el globo-, sin piolas que lo aten a su dueño. Con total libertad para escaparse con el viento. Con total liviandad. Tanta como para no asustarse con las desafiantes ramas de los árboles -como yo-, que atinaban en su brazada cortar su suave y desprolijo andar.
Ya no hacía fuerza para observar. Las cosas pasaban a pocos metros. El hombre inflado, flotando, amarillo, como el globo. Pateando –el globo-, siendo y pasando. Él –el hombre-, suave, de andar desprolijo, como un niño, pasose frente a mí. Pateando -al globo-, suave, desprolijo. El globo junto a él –el hombre-, flotando. Los dos –el hombre y el globo- saltando, cayendo suave, como la vida, flotando. Yo, pasando junto a ellos –el globo y el hombre-. Sorbiendo despacio el sabor de la vida. Desprolijo, sin respuestas. En una ciudad vacía. Despojado de mis culpas, de la soledad y de un domingo más en el vacío del cemento. Sólo, por haber encontrado al globo, al hombre y a mí.


Juan Cruz García

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