martes, 13 de octubre de 2009

Carnaval caté

Bailar a siete metros de altura: sonreír. Bailar sobre una plataforma de sesenta centímetros de lado: saludar. El tocado pesa ocho kilos: sonreír.Las luces duelen enfocadas en la cara, los bichos enloquecidos en la noche tropical se cuelan por todas partes. Hay mariposas y cascarudos invisibles desde abajo: mover suavemente las piernas bajo la catarata de lamé, la reina impávida ondula sobre el mundo ondulante.Hay hileras de chicos morenos sentados en el cordón de la vereda, con sus enormes miradas, su admiración, sus palmoteos. Algunos están descalzos: pobrecitos. Las piedras brillan en sus ojos, las piedras verdes y rojas y cristalinas.Hace quince años que baila, desde los cinco: español y clásico. También habla francés y canta. Su autor preferido es Morris West. La sonrisa le sale natural, no necesita repetir “treintaitrés”, como algunas.Detrás de la oscura masa de gente está el río, también oscuro. Lejos, del otro lado, unas luces pálidas: Barranqueras, dicen que está inundada. Aquí mismo el agua lame el borde de la escalinata, en la Punta de San Sebastián. Pero no va a subir, el murallón es alto.Copacabana, miles de banderas: cantar. Ará Berá, gestos burlones y aplausos aislados: una sonrisa especial para ellos, un fulgor adicional de majestad inconmovible. Y que rabien.El palco: su madre que grita, gesticula. Su padre, tranquilo como siempre, casi invisible. Su padre tiene un petrolero. Quiso llevarla al Japón, pero ella quiso estar aquí, y no en Japón; aquí, y no en Buenos Aires; con su comparsa y no en Europa: porque es comparsera de alma.El palco del gobernador, el jurado del que toda la comparsa desconfía. ¿Se atreverán? Entretanto, sonreír, bailar frente a las cámaras de TV, los fotógrafos, los periodistas, el mar de luces blancas.Ahora dan la vuelta, puede aflojarse un poco, espantar un bicho, sonreír con menos apremio. Del otro lado viene Graciela, las carrozas se cruzan. El tocado es lindo, una gran nube de plumas blancas que parecen incandescentes. Sólo que ahí se gastaron todo. Graciela baila y sonríe, como ella. Ella o yo. Pero Kalí se siente segura, recamada de piedras, mecida en sus cincuenta metros de tul.Los dioses son caprichosos. A esa hora, los seis jurados del corso unidos por telepática convicción anotaban en sus tarjetas un nombre desconocido que no era del de Kalí y no era del de Graciela.

Rodolfo Walsh

0 comentarios:

  © Revista gRaFo [2009] powered by Ourblogtemplates.com

Back to TOP