jueves, 8 de octubre de 2009

Narrativa reumática



Reuma


La muerte se hacía larga en la penumbra de la noche. El rocío entumecía sus articulaciones, recordándole el doloroso ardor que le provocaba su temprana enfermedad reumática. Contabalos días y las horas para dejar su cuerpo postrado en una silla de ruedas, mientras vaya a saber quién juntaría sus palabras y sus babas con un trapo viejo.

Las callejuelas de su pueblo eran las mismas de siempre. Ni la modernidad ni las promesas políticas de crecimiento sacaban de ella ese olor triste de lo gastado, de lo dejado atrás, de lo nunca acabado. Así lo veía, mientras zarandeaba sus manos para sacarse esa pesada sensación de cansancio y fracaso que le trasmitía su cuerpo.

Todas las noches iguales. Siempre oscuras, ni muy bellas ni muy tristes. A medias. Con un tono a mediocridad que se confundía entre la idiosincrasia local y su desgano por la vida. Ni los niños jugando en la plaza de noche –con todo el desprecio por el miedo y la oscuridad que hijos capitalinos perdieron hace mucho tiempo ya- podían encenderle un halo de luz a ese túnel que terminaba en el abismo.

Paró en un viejo bar y entró. Su interior era todo hedor, humo y alcohol. Igual que el bar. Los rostros de los aquerenciados borrachos eran lejanos, tristes, surcados por el tiempo que no había dejado espacio en sus facciones para un rastro más de existencia. Tosían todos a la vez, como expulsando sus últimos suspiros.

No atinó a sentarse. Pidió parado una cerveza fría con la boca apretada por un cigarro, mientras raspaba uno de los últimos fósforos que quedaban en la caja. Tocar el vaso helado le recordó que aún y por siempre, portaría ese maléfico y punzante dolor en cada uno de sus huecos.

Sintió como desde sus falanges recorría una puntada hacia su espalda, haciéndolo encorvar y dejándolo tieso, como todos los que se encontraban en ese lugar.

Por la ventana se veía todo. Desde sus tristezas cayendo por una gota de transpiración en el vidrio empañado, hasta las risas de las prostitutas -exhaustas de haber tenido una noche memoriosa para el bolsillo del fiolo-, pasando por las viejas solteronas que salían a la pesca, noche tras noche, en busca de una joven piel que tatuara en sus traseros la huella del deseo perdido en un amor inconcluso.

Y todo sabía a él. A dolor. A la vida que se estaba gastando de a poco. A la deformidad. Al tiempo que carcomía sus huesos, al igual que su gente carcomía su pueblo. Todo era una copia exacta.

Como dos mapas calcados, que sólo llevaban hasta el tesoro: un viejo cofre que contenía la muerte.

Juntó sus cosas de arriba de la barra –juntó las monedas que pensó dejarle al cantinero del bar como propina-, metió sus manos en ambos bolsillos de su abrigo y sacó sus vicios. Antes de tocar la vereda y esquivar las primeras putas que se le ofrecían y a las que miró con desprecio, encendió un nuevo cigarrillo.

Caminó y se perdió en la pesada noche que traía consigo un manto bajo de bruma. Sintió sus últimos dolores y giró hacia atrás para ver y preguntarse, quién juntaría sus palabras y sus babas con un trapo viejo.



Juan Cruz García


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