Soy todo el hombre El hombre herido por quién sabe quien Por una flecha perdida del caos Humano terreno desmesurado Sí desmesurado y lo proclamo sin miedo Desmesurado porque no soy burgués ni raza fatigada Soy bárbaro tal vez Desmesurado enfermo Bárbaro limpio de rutinas y caminos marcados No acepto vuestras sillas de seguridades cómodas Soy el ángel salvaje que cayó una mañana En vuestras plantaciones de preceptos. Poeta Anti poeta Culto Anti culto Animal metafísico cargado de congojas Animal espontáneo directo sangrando sus problemas Solitario como una paradoja Paradoja fatal
Vicente Huidobro [fragmento de su libro Altazor, 1931]
Reproducimos aquí el excelente texto de la página 10 del Suple NN (Diario La Posta) del viernes último. No sólo hay que leerlo por la calidad literaria del texto sino, también, por los consejos infaltables para los que, hoy sábado, salimos tenedor y cuchillo en mano.
La martingala: el sistema que siempre puede fallar
Hay motivos de sobra para saber que la estrategia es, por lo menos, el cincuenta por ciento de nuestra victoria. Y más cuando la planificación está dada por la convicción de que «se puede» (como el slogan del «presidenciable» Angeloz en las elecciones del ‘89). Este espacio, desde su sana humildad y su prestigio por la buena bizarreada, intentará ensayar sobre «esta noche tengo que rascar un huesito o sino me voy a la puerta de los telos y comienzo a los piedrazos, al grito de ‘si no la pongo yo no la pone nadie’».
Tomando como gurú a nuestro interpersonal amigo «el buitre» Ernesto Chemigarna, propondremos algunos ítems para salir, por lo menos, airoso de una noche de garufa con vistas a «terminarla mejor, más no sea con la más rellenita del bailongo».
Atrás quedaron los viejos preceptos del «ir bien peinado y perfumando» para ganar, ya que la modernidad y las nuevas minuzas generaron un cambio en el paradigma de las relaciones. Hoy la noche es una selva y las mujeres dejaron de ser Chita para convertirse en un feroz animal muy difícil de cazar. Es por eso que el hombre de la modernidad debe construir nuevas herramientas para ser más eficaz a la hora de hacerlas «morder el palito».
Algunos tips (y nos metemos en palabras gourmet) serían esenciales para no caer en la desgracia de ser un «looser». El primero de ellos es atacar cuando aún las luces del día no dejan ver ni sus, ni nuestras imperfecciones.
Esa, sería una estrategia tanto para las fem como para nosotros. La idea de garpar un trago ya no es negocio. Porque las minitas chupan que dan calambre y las tarifas de una pócima sexy en el bar o el boliche te vuela la peluca. Intentar hacerse el «gomia» es otro error. Pero ese es histórico.
Todos sabemos que entrar en confianza íntima haría que una mujer nos empiece a mirar con ojos fraternales… cuando nosotros, verdaderamente esa noche, queremos llevarlas pal catre. Frases como «mirá esa zanja y yo sin botas», «si te agarro te hago barro», «Baila o entra justa» –al tiempo que guiñás un ojo-, «como me gustaría ser bife para acompañar ese lomo», «adiós paloma, como quisiera ser gavilán para acompañar tu vuelo» o «¡qué culo, me encontré una moneda!», están por demás descartadas.
Al igual que caer en el palabrerío meloso, porque a las 5 de la madrugada no hay mente que hilvane dos frases coherentes luego de una previa con amigos y cinco tragos polentas en el bar. La idea, es siempre mantener una postura. Ir «de frente manteca» y mostrar lo que hay, tirar toda la carne al asador y esperar a que pique. El juego de miradas siempre es bien visto, pero a no zarparse. Porque de una pasada insinuante, podríamos ser visto como el hombre del «sacan» baboso. Acercarse en patota tampoco ayuda, siempre es mejor ir de a poco y solo, que con una turba sedienta de carne.
Supongamos que dimos el primer paso. Si la invitas a llevarla a la casa, avisale que estás a gamba. El retorno y una buena conversación siempre son buenos para ir arrimando el bochín. Ahí, te la podés jugar y hasta hacerte el sensible. Eso garpa y muy bien. Pero acá también hay que tener cuidado. Porque del «flaco con chances» podrías pasar a ser su próximo «amigo gay» y está claro que vos no querés que así sea.
Ahora bien, si todo esto no sirve para un carajo… si ves que nada está a tu favor y la martingala que preparaste toda la semana te está dejando en banca rota, no te olvides que la cosa siempre tiene revancha el próximo fin de semana. Atate los cordones, salí manso del bar y acordate que en la esquina, siempre viene el colectivo que nos lleva pa’ Gerli.
Por Aristóbulo Nun Capone (Escritor frustrado, hombre de pelo en pecho y perseguidor de jóvenes catorceañeras en tiempos de cólera).
Me estaba doliendo la cabeza, y pensé en disolver una pastilla en un vaso de agua. Lo hice, y me tomé el agua. La cabeza me seguía doliendo, pero resolví esperar a que me hiciera efecto la pastilla. El vaso se estaba disolviendo también, pero debía ser por el efecto del agua. Me concentré. Mi cabeza era la pastilla, y el vaso era el dolor. Me estaba doliendo la pastilla, y traté de disolver el agua en las paredes del vaso. La pastilla era un cilindro corto. Cuando el dolor me empezó a hacer efecto, la cabeza se me acható. Tuve miedo. Agarré el vaso y me lo tomé. El agua se disolvió en la pastilla. Traté de concentrarme y esperé hasta tomar una resolución. Me estaba haciendo la cabeza, cuando una de las paredes del vaso me empezó a doler. Miré el agua y se había achatado. La pastilla se estaba quedando sin efecto. Mi cabeza, disuelta en la pastilla, era un pastiche que fluía desde la base del cráneo hasta el techo del vaso. El agua estaba vacía. Mi cráneo concentrótodo el dolor sobre las paredes. Yo me empecé a dar la cabeza contra el techo. El dolor no se cortó. Yo tenía miedo de que el cráneo se disolviera en la cabeza, y me agarraba del agua. La toma tenía poca resolución. Con mucho dolor, las paredes de mi cabeza esperaban que el reflejo surtiera algún efecto sobre la base del cilindro cortado en el vacío. Me quedaba poco, y debía cranear algo. La toma de agua me miró. ¿Qué esperar de una pastilla? El líquido se me aclaró. Era la toma de la Bastilla, y el dolor de cabeza se me fue con el reflejo de la guillotina que me la cortó.
(Autor: Leo Maslíah, Horóscopos y otras sentencias, Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 2003)
En el condón del jopo, engominado, arisco, mecha o franja de sombras en la metáfora que avanza, sobra, sobre el condón del jopo la mirada que acecha despeinarlo, rodar la redecilla en las guedejas: un público pudor, irresistible, tieso en la goma del spray: la goma libidinizada, esa saeta de la mata en el enroque de la fima, el gime, el fimoteo: denuedo de las uñas en el mechón de grima. Guedeja en muslos enroscada, húmedo pelo, espesor de las cejas en lo ebúrneo cobrizo, un jaloneo de papilas en los estrechos del olor, jugoso, el ronroneo de los labios ante las curvas, su salitre, el tartaleo de la transpiración, sudores finos, atascaban al muslo en ese rulo. Jadean las harás sus aros de peltre, jaleo lúcido, luminiscente en el rebote de las ligas en la película infusa, taza de té en los bordes del revoque. La trama, en ese punto, en la lisura de ese cascabel, serpeante, de esa rima dejado en los ja- bones de los pies, melecas, masca en el erizar de los penachos la pro- mesa de un guante.
Hoy y todo el fin de semana, en el club Jorge Newbery (abajo del cine), tendrá lugar una nueva Muestra de Arte Independiente. En apoyo al proyecto de Newbery Arte Independiente, un nuevo y ambicioso proyecto cultural para Lincoln.
Y ya que estamos, también, les adelantamos la contratapa de GRAFO #4. Gran laburo se mandó El Impostor (Pablito D.), un grosso. Un lindo homenaje para un gran laburo de otro linqueño: Andrés Cuervo.
El lúnes estará en la calle el cuarto número de GRAFO. Los amigos del Suple NN de La Posta, una vez más, se coparon y adelantan todo lo que trae GRAFO #4.
Si pudiera mostrar en el decir aunque sea la mitad de la flor que en mí me habla, el mundo sería un juego de lenguajes de pétalos interminables. Y si pudiera mostrar en el decir el hablar de mi flor completa el mundo ya no sería mundo, sino la belleza innominable de mi jardín interior.
El Gordismo es una forma de vida. Surge del fanatismo por Diego Maradona y se afianza y crece a medida que el protagonista central tiene vicisitudes que lo mantienen entre la vida y la muerte. El Gordismo no es una religión, pero es un fanatismo. Aunque anida en su centro un descreimiento cabal: el protagonista es un sujeto maravilloso pero no trascendental. Cualquier gordista lo sabe: Maradona no hace milagros y aunque se lo apoda “Dios” se sospecha que es un simple mortal con una calidad extraordinaria para jugar al fóbal y una mente endiablada, casi de un publicista, para largar frases y slóganes: “Más falso que un dólar celeste”, “Se le escapó la tortuga”, “Billetera mata galán”, “La pelota no se mancha”, “Mascherano y diez más”, “Mascherano, Jonás Gutiérrez y nueve más”, etc. El Gordismo practica un sincretismo desaforado: es peronista, guevarista, menemista, capitalista, anticlerical, religioso, medium, esotérico, cavalista y todo lo que se ponga por delante. Los pobres practican el Gordismo cuando la única utopía que les queda es poder dar una vuelta olímpica. Y las clases medias practican el Gordismo cuando lo único que les importa —caiga quién caiga— es que no les toquen el culo, el cable y sus ahorros. El Gordismo, de esta manera, es conservador. También es nacionalista, ya que postula una superación del ser nacional. Los gordistas son de derecha y humanos. El Gordismo improvisa, nunca planifica, busca más el efecto que el corazón de las cosas. Kirchner es gordista cuando prefiere fútbol free que hambre cero. El Gordismo tiene vocación de poder, nunca vocación de servicio. En esto, es igual a casi toda la camada política que viene repartiéndose el poder en nuestro país. El Gordismo es adicto a las cámaras, a los micrófonos. Lo que no sucede en la realidad virtual, no tiene peso ni merece ser vivido. El Gordismo es esclavo de la representación. Nunca le habla a uno solo y en privado. Siempre que habla, aunque se dirija a una persona en cuestión, necesita que lo escuche el coro griego de fondo. El Gordismo viene reinando en el país desde hace más de 30 años y recién la aparición de Lionel Messi le hizo imaginar un futuro sin gordismo o negociado con el Messismo. Pero Messi a diferencia de Maradona, tiene un problema clave dificil de digerir para los miles de carapintadas con Legacy. No es argentino. De hecho, es gracias a la Madre Patria y los Euros del Barcelona que el joven nacido en Rosario puede jugar en las grandes ligas. Es gracias al Barsa que Messi y su familia tiene un futuro por delante. Fue en los laboratorios del Barsa donde lo alargaron, lo cuidaron con algodones y le dieron una identidad. Fue en el césped ultracheto y sofisticado del Barcelona donde se lo rodeó de un equipo de jugadores notables que juegan para Messi pero que, también, saben que Messi juega para ellos. Nunca, nunca, hemos visto a un niño tan bajo saltar tan alto y poder meter ese cabezazo mortal y esquinado que enloqueció al arquero del Manchester United. ¿Qué es lo que hizo levitar a Messi de esa manera sobrenatural?, se pregunta el Gordismo. Respuesta: el amor, la gratitud. Porque Messi, acá, en este bendito país de ganadores, hubiera terminado jugando en el fútbol cinco con suerte o como uno de los Grosos de Tinelli. Porque siempre, si a uno le va mal, está la carcajada de Tinelli para atemperar las penas. No hay rescoldo de la noche del país donde junto al brillo de los televisores y el calor de las estufas no se filtre también la carcajada de Tinelli. El Tinelismo y el Gordismo pueden ser amigos o enemigos, pero están construídos con el mismo barro. Los que entren ahí, que abandonen toda esperanza.
Mira, no pido mucho, Solamente tu mano, tenerla como un sapito que duerme así contento. Necesito esa puerta que me dabas para entrar a tu mundo, ese trocito de azúcar verde, de redondo alegre. ¿No me prestas tu mano en esta noche de fin de año de lechuzas roncas? No puedes, por razones técnicas. Entonces la tramo en el aire, urdiendo cada dedo, el durazno sedoso de la palma y el dorso, ese país de azules árboles. Así la tomo y la sostengo, como si de ello dependiera muchísimo del mundo, la sucesión de las cuatro estaciones, el canto de los gallos, el amor de los hombres.
Bailar a siete metros de altura: sonreír. Bailar sobre una plataforma de sesenta centímetros de lado: saludar. El tocado pesa ocho kilos: sonreír.Las luces duelen enfocadas en la cara, los bichos enloquecidos en la noche tropical se cuelan por todas partes. Hay mariposas y cascarudos invisibles desde abajo: mover suavemente las piernas bajo la catarata de lamé, la reina impávida ondula sobre el mundo ondulante.Hay hileras de chicos morenos sentados en el cordón de la vereda, con sus enormes miradas, su admiración, sus palmoteos. Algunos están descalzos: pobrecitos. Las piedras brillan en sus ojos, las piedras verdes y rojas y cristalinas.Hace quince años que baila, desde los cinco: español y clásico. También habla francés y canta. Su autor preferido es Morris West. La sonrisa le sale natural, no necesita repetir “treintaitrés”, como algunas.Detrás de la oscura masa de gente está el río, también oscuro. Lejos, del otro lado, unas luces pálidas: Barranqueras, dicen que está inundada. Aquí mismo el agua lame el borde de la escalinata, en la Punta de San Sebastián. Pero no va a subir, el murallón es alto.Copacabana, miles de banderas: cantar. Ará Berá, gestos burlones y aplausos aislados: una sonrisa especial para ellos, un fulgor adicional de majestad inconmovible. Y que rabien.El palco: su madre que grita, gesticula. Su padre, tranquilo como siempre, casi invisible. Su padre tiene un petrolero. Quiso llevarla al Japón, pero ella quiso estar aquí, y no en Japón; aquí, y no en Buenos Aires; con su comparsa y no en Europa: porque es comparsera de alma.El palco del gobernador, el jurado del que toda la comparsa desconfía. ¿Se atreverán? Entretanto, sonreír, bailar frente a las cámaras de TV, los fotógrafos, los periodistas, el mar de luces blancas.Ahora dan la vuelta, puede aflojarse un poco, espantar un bicho, sonreír con menos apremio. Del otro lado viene Graciela, las carrozas se cruzan. El tocado es lindo, una gran nube de plumas blancas que parecen incandescentes. Sólo que ahí se gastaron todo. Graciela baila y sonríe, como ella. Ella o yo. Pero Kalí se siente segura, recamada de piedras, mecida en sus cincuenta metros de tul.Los dioses son caprichosos. A esa hora, los seis jurados del corso unidos por telepática convicción anotaban en sus tarjetas un nombre desconocido que no era del de Kalí y no era del de Graciela.
Perezosa e indiferente, sacudiendo con facilidad el espacio de sus alas, conocedora de su camino, pasa la garza sobre la iglesia, bajo el cielo. Blanco e indiferente, ensimismado, el cielo cubre y descubre sin cesar, se va y se queda. ¿Un lago? ¡Quítale las orillas! ¿Una montaña? Sí, perfecto, con el oro del sol en las laderas. Cae desde lo alto. Helechos o plumas blancas, siempre, siempre... Deseando la verdad, esperándola, destilando laboriosamente unas pocas palabras, deseando siempre (se inicia un grito a la izquierda, otro a la derecha; ruedas golpean divergentes; omnibuses se conglomeran en conflicto), deseando siempre (el reloj asevera con doce claras campanadas que es mediodía; la luz vierte escamas de oro; niños se arremolinan), deseando siempre verdad. Roja es la cúpula; de los árboles cuelgan monedas; el humo sale lento de las chimeneas; ladrido, alarido, grito. «Compro metal»... ¿Y la verdad? Como rayos orientados hacia un punto, pies de hombres, pies de mujeres, negros o con incrustaciones doradas (Esa niebla... ¿Azúcar? No, gracias... La commonwealth del futuro), la luz del fuego salta y deja roja la estancia, salvo las negras figuras y sus ojos brillantes, mientras descargan una camioneta fuera, la señorita Thingummy sorbe té en su mesa escritorio, y las vitrinas protegen abrigos de pieles. Cacareada, leve cual hoja, rizada en los bordes, pasada por las ruedas, plateada, en casa o fuera de casa, reunida, esparcida, derrochada en diferentes platillos de la balanza, barrida, sumergida, desgarrada, hundida, ensamblada... ¿Y la verdad? Recordar ahora junto al fuego del hogar la blanca plaza de mármol. De las profundidades de marfil se alzan palabras que vierten su negrura, florecen y penetran. El libro caído; en la llama, en el humo, en las perecederas chispas; o ya viajando, la bandera en la plaza de mármol, minaretes debajo y mares de la India, mientras los espacios azules corren y las estrellas brillan... ¿la verdad?, o bien, ¿satisfacción con su proximidad? Perezosa e indiferente la garza regresa; el cielo cubre con un velo sus estrellas; las borra luego.
Adelante la mesa se parte en dos como calavera usada. Y el humo del arroz calaverea. Enseguida se le viene encima la pared carcomida. Buena yunta pa tumbarse al raso. Al rato la noche negra curiosea por todos los rincones, con toda la mano abierta. La cosa se hace larga para la rosa ciega. Las piedras son puro diente amontonado. Por si acaso el cielo se derrama, puro barro suelto. El fuego ha madrugado, alma de mosca zumbona, lado a lado disparado de la mulita dientuda, apretada pulga negra entre las piedras. Monte oscuro, guay, gatillado, envolvedor, instalándose nomás, flotante, volador flor calcinada. Y Antenor con nudo ciego de cuerda de guitarra en el cogote. Y la alharaca silenciosa de puro pucho junto a la piedra de siempre. La piel barcina acalambronada, guarangueando se despega sola y se vuela venteada. No quesa un hilo de esa voz seruchona, orgullosa del balazo acicalado.
Sucumbir en un ataque de cursilería nunca sería tan necesario pero, seguramente, arrojaría un resultado muy poco eficaz. He decidido correr ese riesgo. Inmolarme por ti en este palabrerío inconducente que, por poco, no alcanzará para descubrirte sentada, aquí, a mi lado.
Qué decir que ya no te lo hayan dicho. ¿Cuántos versos tristes podré escribirte en una noche…? Supongo que ni el mismo Neruda sería capaz de arrimarme una respuesta. ¡Oh!, ¿cuántos seremos los que hemos enloquecido por ti en este mundo? ¿Cuántos zares del oro negro habrán marcado tu número de celular y enviado aviones privados hasta la puerta de tu casa, sólo, para tenerte, al menos, por media hora aullando en sus mesitas de luz?
Tirar tu foto al piso y frotarme sobre ella sería lo menos que podría hacer…Morocha de senos sabor a jamón; rendiste a Hollywood con esa mirada andaluza que aprendiste a encender en el momento oportuno como la estocada de un torero. ¿Dónde jugarán los niños si tu, antojada Penélope Cruz, ahora, estás en los cines?
¿En qué habitación conservar los millares de frascos en que guardo tus suspiros color celuloide? ¡Si hasta me hecho fan de Mecano cuando por los ’90, por primera vez, te vi en la pantalla de MTV! Y ahora te ocultas con el cabrón de Bardem… ¡Qué tía más esquiva eres! Calienta pollas, dirían en tu barrio…tuviste en vilo a la grey cinéfila pues, concienzuda de tu irresistible arrastre, rechazaste más de tres protagónicos con la excusa de que ¡no querías mostrar tu fatal desnudez! ¡Oh, Reina de mi alcoba, diosa de mis cielos!
De pequeña ya soñabas con ser actriz. Ejecutante de cada una de mis amatorias que acababan trasladándote a una novela de Sade. Es que siempre te he esperado, ansioso por verte en la pantalla rectangular, mientras una y otra vez, iba de regreso a esas cintas en VHS que de púber guardaba bajo mi cama como el recuerdo más preciado de la juventud, queriéndote de nuevo una estrella; entre nosotros, ahora, puedo decirte cuánto te he esperado. Fantaseado, imaginado, hablado, susurrado al oído, cuántos lugares de mi casa hemos descubierto juntos… Algún día, deberías darte una vuelta por mi ciudad, visitar mis plazas, el cine donde me has eclipsado, quizá, podrías llevarte algunos de los versos que, en tu lejanía, hiciste nacer en mi: Podré acariciar tu rostro de luna, / pintarte en el aire y en mí montaña. / Hacer de tu piel mí telaraña / y beberte en rezos como a ninguna...
Y cada vez que te he vuelto a ver, en tus comienzos en Jamón Jamón o en Abre los ojos, por no detenerme en Vanilla Sky, apenas ayer, en Vicky Cristina Barcelona y, anoche, en Los abrazos rotos del querido Pedro Almodóvar, recrudeces ese obligado peregrinaje a tus labios etéreos. Irresistible llamado de las sirenas. Severine, Lena, o como quieras que te llame, morocha esbelta que juegas a ser diva –ya siéndolo- con esa peluca tan ridícula que no puede menos que exaltar el brillo que resbala de tus ojos, podría matar con tal de sufrir tu “belleza perra” en carne propia. Penélope Cruz, haz que no quiera que te quiera volver a ver. Haz que mis rollos de película se incendien y ardan en lo que nunca debió ser, nada más, que un sueño de cineasta frustrado y enamorado.
Por Héctor Pascales (acomodador de cine, más
conocido como “el zángano de la linterna”)
La muerte se hacía larga en la penumbra de la noche. El rocío entumecía sus articulaciones, recordándole el doloroso ardor que le provocaba su temprana enfermedad reumática. Contabalos días y las horas para dejar su cuerpo postrado en una silla de ruedas, mientras vaya a saber quién juntaría sus palabras y sus babas con un trapo viejo.
Las callejuelas de su pueblo eran las mismas de siempre. Ni la modernidad ni las promesas políticas de crecimiento sacaban de ella ese olor triste de lo gastado, de lo dejado atrás, de lo nunca acabado. Así lo veía, mientras zarandeaba sus manos para sacarse esa pesada sensación de cansancio y fracaso que le trasmitía su cuerpo.
Todas las noches iguales. Siempre oscuras, ni muy bellas ni muy tristes. A medias. Con un tono a mediocridad que se confundía entre la idiosincrasia local y su desgano por la vida. Ni los niños jugando en la plaza de noche –con todo el desprecio por el miedo y la oscuridad que hijos capitalinos perdieron hace mucho tiempo ya- podían encenderle un halo de luz a ese túnel que terminaba en el abismo.
Paró en un viejo bar y entró. Su interior era todo hedor, humo y alcohol. Igual que el bar. Los rostros de los aquerenciados borrachos eran lejanos, tristes, surcados por el tiempo que no había dejado espacio en sus facciones para un rastro más de existencia. Tosían todos a la vez, como expulsando sus últimos suspiros.
No atinó a sentarse. Pidió parado una cerveza fría con la boca apretada por un cigarro, mientras raspaba uno de los últimos fósforos que quedaban en la caja. Tocar el vaso helado le recordó que aún y por siempre, portaría ese maléfico y punzante dolor en cada uno de sus huecos.
Sintió como desde sus falanges recorría una puntada hacia su espalda, haciéndolo encorvar y dejándolo tieso, como todos los que se encontraban en ese lugar.
Por la ventana se veía todo. Desde sus tristezas cayendo por una gota de transpiración en el vidrio empañado, hasta las risas de las prostitutas -exhaustas de haber tenido una noche memoriosa para el bolsillo del fiolo-, pasando por las viejas solteronas que salían a la pesca, noche tras noche, en busca de una joven piel que tatuara en sus traseros la huella del deseo perdido en un amor inconcluso.
Y todo sabía a él. A dolor. A la vida que se estaba gastando de a poco. A la deformidad. Al tiempo que carcomía sus huesos, al igual que su gente carcomía su pueblo. Todo era una copia exacta.
Como dos mapas calcados, que sólo llevaban hasta el tesoro: un viejo cofre que contenía la muerte.
Juntó sus cosas de arriba de la barra –juntó las monedas que pensó dejarle al cantinero del bar como propina-, metió sus manos en ambos bolsillos de su abrigo y sacó sus vicios. Antes de tocar la vereda y esquivar las primeras putas que se le ofrecían y a las que miró con desprecio, encendió un nuevo cigarrillo.
Caminó y se perdió en la pesada noche que traía consigo un manto bajo de bruma. Sintió sus últimos dolores y giró hacia atrás para ver y preguntarse, quién juntaría sus palabras y sus babas con un trapo viejo.
A la montaña la llamé paciencia y paciencia tuve para en la urdiembre que dibujan los ríos del destino escribir el secreto de la tarde, perseguir gaviotas en los sueños, caballos salvajes en la fe, y un indomable sentimiento en la pradera entre el ombligo y la garganta; y en las orillas de los días, a la luna taciturna inquietarla de canciones sugería mi guitarra, (y fuego al sol hielo a los vasos), milenaria percusión a los buenos corazones. Y dije corazón que estás pensado cuando sientes. Al pasado lo llamé pasado y a la historia recuerdo de las cuestas ripiosas de la vida, dije fuego eres al fuego semejanza; umbral a la esperanza, vino a los besos, besos al pan y al sacrificio de la boca de tu boca. Llamé santa a mi madre, necesidad llamé a las revoluciones en cualquier esquina, utopía a todos los patios revolucionados, y papá llamé a mi padre. A la ruta camino le dije, absurdo a los relojes, temor a las cadenas. A los dragones los llamé a los gritos y a mis gritos los llamé leones, los llamé con las orejas y los ojos cuando tuve que llamarlos sin que nadie escuche. Alimento le dije a la poesía, felicidad a los cuentos de mi infancia, milagro le dije a la noche desnuda y femenina, árbol yo le dije al árbol, hijos no lo he dicho todavía. Cirugía le dije al pensamiento, al amor, le dije valentía. Adiós te dije a ti. Así. Así nombre a la despedida. Como nombro yo lo mio, incapaz (con pragmatismo).
Cuando puedan tienen que ver este documental. Increíble material filmográfico y excelente laburo logró y completó Andrés Cuervo, cineasta linqueño, con El Retrato Postergado que ya tuvo su estreno el 28 de septiembre en el Auditorio de la Biblioteca Nacional. Homenaje a Haroldo Conti y para Roberto Cuervo, padre de Andrés, que antes de que Conti fuera secuestrado había comenzado a filmar lo que sería su último documental, Retrato humano de un escritor, ahora su hijo finaliza un sueño postergado y descubrimos a un Haroldo Conti que afirmada que "ser escritor era una cuestión circunstancial en su vida".
Una perlita, el cuento inédito La virgen de la montaña, de Conti, que Andrés Cuervo encontró en medio del rodaje del documental.
Dicen: que la lluvia es el manantial de la vida. Dicen que no es un mero fenómeno atmosférico de tipo acuático que se inicia con la condensación del vapor de agua contenido en las nubes.
Según hablan las lenguas madres, cada gota trae consigo un inmenso mundo de recomposiciones y manifestaciones que a la vez reconfiguran el mundo donde nos movemos. Que es pura energía que levanta a los muertos que el sol sepulta entre las capas de la tierra. Que es alivio para los que trabajan en los campos. Que es limpieza de los cielos impuros contaminados por almas que se cuelan al sagrado manto para enjuiciar a los crismas más bellos, y que son el producto de la depuración de un señor todo poderoso que los encierra en un rincón sagrado, con Atlas como único testigo, quien pasa sus días cantándoles sonatas admirables hasta que estallan en lágrimas puras, limpias, que terminan desbordando el azul celeste. Dicen que la lluvia es la que hace cambiar las pieles de los desmembrados hombres agobiados por el sistema que los corroe y los lleva a la desesperación del vacío mismo, que los condena con noches interminables de insomnio. Dicen que la lluvia es el nutritivo néctar de los suicidas. Que cansados de ser hombres ya sin piel y agobiados por el sistema que los corroe y los lleva a la desesperación del vacío mismo, que los condena con noches interminables de insomnio, terminan por ser sus propios jueces y verdugos. Que es el tormento de los asesinos que ya no encuentran agua que purifique sus mentes, ni lave sus manos manchadas con sangre espesa y gritos ajenos. Que es la que los convierte en suicidas que por la lluvia beben el juicio y se ejecutan con el más nutritivo néctar. Dicen que la lluvia es sólo lluvia. Que es agua que cae desde algún lugar de por allá arriba, donde no hay nada más que nada y de vez en cuando hay agua que se vuelca y se convierte en lluvia. Que es un yunque que martilla en la cabeza de los escritores, que pueden sensibilizarse con un acto imprevisto. Como lo hizo Cortazar: “Yo no sé, mira, es terrible cómo llueve. Llueve todo el tiempo, afuera tupido y gris, aquí contra el balcón con goterones cuajados y duros, que hacen plaf y se aplastan como bofetadas uno detrás de otro, qué hastío. Ahora aparece una gotita en lo alto del marco de la ventana; se queda temblequeando contra el cielo que la triza en mil brillos apagados, va creciendo y se tambalea, ya va a caer y no se cae, todavía no se cae. Está prendida con todas las uñas, no quiere caerse y se la ve que se agarra con los dientes, mientras le crece la barriga; ya es una gotaza que cuelga majestuosa, y de pronto zup, ahí va, plaf, deshecha, nada, una viscosidad en el mármol / Pero las hay que se suicidan y se entregan enseguida, brotan en el marco y ahí mismo se tiran; me parece ver la vibración del salto, sus piernitas desprendiéndose y el grito que las emborracha en esa nada del caer y aniquilarse. Tristes gotas, redondas inocentes gotas. Adiós gotas. Adiós”. Dicen, dicen, dicen. Hoy escribo estas inútiles líneas en una habitación donde ya no caben más agujeros. Hay tachos por todos lados que hacen eco del suicidio de la lluvia que se hizo gota y se filtró por algún espacio de mi techo podrido. Para mí la lluvia es un tormento económico, que desde hace dos días me tiene de viaje en viaje en remis, mal gastando los pocos morlacos que cuento día a día, hora a hora, segundo a segundo. La lluvia es para mí, sólo un acto injusto que molesta, que se filtra, que desgarra cada una de mis articulaciones. Es el tormento que a su vez, liquida cada una de mis precisiones.
Abandonamos los pasillos de la poesía para introducirnos (como por un tubo, diría El Católico) en el submundo del Dr. Pyscho-killer, que entre libros de psicoanálisis, preguntas existenciales, malestares de los tiempos que corren, cabezas que asoman y nos hablan y los deseos de recomponorse sobre todo aquello, ilumina la sombría naturalidad (¿?) con que nos movemos por el mundo. Para despertar, de la mano de Mimi Langer, nuevamete la sorpresa...
Del centro sin suburbios viene, entre cuartetos y tercetos, Don Soneto, saludando a cada paisano que se asoma sobre la vereda, cuidando que su gurisa no se le marche tras su vuelo. Con nosotros, otro amigo de la casa que, también, se dio una vuelta por GRAFO #3.
Descuidado de todo comentario y dedo que lo señale en la noche linqueña, en algún bar, el hombre tuvo la gentileza de sacar, en invierno, del baúl su ballena inflable, ponerse el traje de baño, calzarse las patas de rana, y hacer una sesión de fotos para esta ignota revista. ¡Un grande! Con Uds., El Cochinillo Exquisito...
“Quisquilloso”, me dijo. Pero no entendí muy bien qué quiso decir con eso. También, me dijo porqué yo le decía todas esas cosas. “Cosas”, dijo. Porqué yo le tenía que decir todas “esas cosas”, justo, a ella. Que si yo era “loquito o qué”. Que si no me fijaba si alguien nos podía estar viendo. Que tenía que tener más cuidado. Que cómo me le iba a acercar de esa manera, sin conocernos. Delante de todos.
Aunque, luego dijo que “todo está bien”. Que estaba todo bien, pero que “no así”. ¿Así cómo?, le dije. Que así yo parecía un “d-e-s-e-s-p-e-r-a-d-i-t-o”, susurró. Que no quedaba nada bien para un pibe de mi edad. Y encima, dijo que se podía imaginar cuánto me costaba a mí. “Costaba”, dijo pero me callé. Sí, dijo “costaba”, y que me comprendía. Y dijo que estaba acostumbrada. ¿A qué?, pensaba yo. Le dije que acostumbrarse es feo porque así abandonamos toda posibilidad de sorpresa. Dijo que me tranquilizara. Que la dejara hablar a ella. Que yo no era el primero que la venía a chamullar así. Que había habido muchos otros, antes. Pero que ahora ya no se lo esperaba. Porque hacía tiempo que estaba en pareja estable. “Es-ta-ble”, pausó esa palabra. ¿Y qué importa?, me decía yo. Y que ella compartía una relación afectiva muy buena. Que estaba muy contenta y segura de lo que quería para su vida.
Igual, después me preguntó de dónde sacaba yo todas “esas palabras” que siempre le decía al pasar. Que si yo estaba “loco o deliraba”, preguntó. Le respondí que ninguna de las dos opciones “me cos-ta-ba demasiado”. Otra vez, le repetí -ahora haciendomé el Tom Waits y cerca de su oído: que no me “cos-ta-ba”, ni un poquito. Y reí. Ella también río. Ahí nomás, me solté y empecé meta trabajar con “las palabras”.
Volvió a mostrar una sonrisa y entonces me relajé. Dejé salir por mi boca lo primero que me venía a la mente. Alguna vez, había pensado que un momento así sería lo más parecido a cuando un boxeador –que hasta allí ha cumplido con una pelea prolija, un buen trabajo de piernas y de agotamiento del rival- debe comenzar a lanzar los golpes justos y dejar madurar el knock-out. Pero ella no era un rival que derrotar. Ella era bastante más bonita que el éxito en una pelea de boxeo. Era la corona mundial y una noche de festejos y excesos bien merecidos. Y tampoco.
Me parecía que habíamos hablado por horas, que yo le había contado mi vida y ella la suya. Pero, apenas habrán sido quince minutos, un rato nada más. Si todavía, puedo recordar cada una de las canciones que sonaban en ese momento en el bar. Una de Sabina, otra de Floyd…
Ella estuvo simpatiquísima. Muy atenta a todo lo que yo le decía. A “mis palabras”. Cada tanto sonreía y en sus mejillas se marcaban dos pocitos diminutos. Luego, ella empezó a burlarse de mi timidez. Me dijo que era “una cáscara”. Y que le había gustado hablar conmigo. Haber podido conversar de “esa manera” y “tan interesante”. Que se alegraba de haberme conocido. Pero que ahora se tenía que ir. Porque su amiga, que esperaba en la mesa, ya le hacía caras. Y no podía hacerle eso. Que capaz nos volvíamos a ver. Y antes de irse, me dijo: “Chau, quisquilloso”. Yo pensé otra cosa.